DE VISITA: Nico y Nadia

DE VISITA: la huerta de Nico y Nadia

“Sólo se puede elegir,
oxidarse o resistir”
(Una casa con diez pinos. Manal) 

Un virus que amenaza al planeta y que nos obliga al aislamiento como el paliativo más efectivo, que nos revela la certeza de nuestra fragilidad y con ella el temor de que nuestra vida cambie para siempre; es también una oportunidad de repensarnos. Hay dos temas que se han instalado como debate en este tiempo: la vida en las grandes ciudades, es decir la centralidad del sistema que lleva al hacinamiento; y la producción industrializada de nuestros alimentos. Con esas dos ideas fuimos a charlar con Nicolás Lugano y Nadia Egea. Dos jóvenes profesionales que en enero de este año decidieron dejar su vida en el conurbano bonaerense y se instalaron en Tapalqué, en una quinta en las afueras del pueblo, con un proyecto de huerta agroecológica y muchas ideas. 

La periodista argentina Soledad Barruti especializada en temas vinculados a la alimentación y la industria alimentaria, autora de los libros Malcomidos y Mala leche, asegura que el actual modelo de producción de alimentos destruye la naturaleza y la biodiversidad y es “caldo de cultivo para que salgan virus zoonóticos, muten y nos afecten”. Si sostenemos esto, es inevitable entonces pensar una alternativa.  Un modelo de producción a escala humana, que ponga el foco en la agricultura familiar y campesina, en los pequeños y medianos productores agroecológicos y por supuesto en los consumidores.

Nicolás Lugano tiene 45 años, nació en San Martin, es técnico en producción vegetal orgánica y líder de una banda de rock Huecocielo– que desde hace dieciséis años recorre los escenarios del under del gran Buenos Aires y Capital Federal.
Nadia Egea también es de San Martín, pero viene de visita a Tapalqué desde muy chica. Es licenciada en psicopedagogía y “allá” tenía un trabajo seguro y estable desde hacía doce años. Ambos son vegetarianos y un día decidieron largar todo y pegar el volantazo hacia el campo junto a su hija Frida.

El cielo de la tarde es un toldo gris que enfría el aire, que del otro lado de la ruta 51 sopla empedernido y filoso. En la quinta no me recibe ningún perro pero sí una polla que, criándose suelta, parece disputar aquello del mejor amigo del hombre. Recorro el verde del campo con la mirada y veo un hombre doblando su metro noventa a la mitad, dejando caer semillas de acelga en un surco, sabré luego. Es Nicolás Lugano que cambió los embotellamientos por horizonte, el miedo por el placer, el smog por aire puro y el ritmo loco de la ciudad por un proyecto de futuro sustentable y consciente.
Mientras conversamos recorremos la quinta. Todavía le parece un sueño estar instalado ahí. En su andar, en su voz cándida y sobre todo en sus expresiones habita la urbanidad. En las fotos de las  redes sociales de la banda o en videos de youtube se lo ve de chaleco de cuero sobre la piel tatuada y sombrero  texano, haciendo vibrar su guitarra, quebrándose en cadenciosas danzas de frontman, paladeando sus propias letras y melodías. Ahora viste botas de goma con el pantalón metido adentro, un buzo, un gorro negro de lana,  guantes de trabajo y escarba la tierra con sus propias manos.
En la quinta hay una pequeña casa donde viven. Hay muchos frutales que reposan y un limonero que lo ilumina todo.  Hay una tuna enorme, un pequeño gallinero, más allá se ve una huerta circular donde salpicadas brotan distintas verduras: acelgas, repollo de bruselas, brócoli, remolachas, lechugas, arvejas, habas, espinacas.
El proyecto lo llevan adelante junto a Marcelo Vásquez y Cintia Fittipaldi, dos amigos que han sido fundamentales para la decisión de venirse.
Seguimos caminando y me muestra otro formato de huerta, “cajones” con riego por goteo. De algunos asoman sus brotes  tímidas rúculas, más allá hay otras tres huertas circulares. Todo parece indicar que en primavera esto será un estallido, una fiesta de colores, perfumes y sabores. 

¿Cuándo vinieron a instalarse definitivamente?
—Entramos a la casa en enero, estuvimos un mes arreglándola. La huerta la empecé en febrero, en medio del calor no estaba para arrancar, así que, recién en mayo empecé bien.

¿Tenías experiencia?
—Estudié Técnico en producción vegetal orgánica y tengo experiencia en laburos comunitarios de huerta. Es la primera vez que agarro una cosa así. Soy un bicho de ciudad que siempre quiso venir y ahora acá estoy.

¿El proyecto es producir para la venta?
—Producir para la venta, distribuir en las verdulerías, que no tengan que viajar al Mercado Central. También generar un espacio donde dar clases de huerta, un lugar para que la gente venga a comer -menú vegetariano-. Generar un opción  turística, también con shows de música.

¿Cómo ves el mercado acá, ya vendiste?
—Los verduleros que encarése re coparon,  todos me dijeron, “lo que hagas traeme”. Vendí rúcula, acelga, repollitos de brucelas.

¿Es todo orgánico?
—Es agroecológico, orgánico sería si lo certifico. Tendría que venir una certificadora, chequear tres años de producción. Pero teóricamente es orgánico, aunque no está certificado.
Mientras recorremos aprovecha y termina de tapar las semillas de acelga. Se le viene encima la polla y dice:
“No pude ponerla en el gallinero porque las otras gallinas la golpeaban, entonces se hizo re perrito, loco. Se me sube al hombro, quiere entrar a la casa, increíble.”
También me cuenta que se está fijando en el ciclo de la luna para beneficiar la huerta.
—No estoy muy convencido con esto de la luna, pero le doy bola. Me bajé una aplicación que te va diciendo qué podés hacer cada día. No lo hago al pie de la letra pero bueno, trato de seguir esa guía.

¿ Allá de qué trabajabas?
—Empecé a laburar apenas terminé la secundaria. No quería estudiar. Trabajé en fábricas y me parecía el infierno. Quería laburar en la calle, así que empecé de cartero, seguí haciendo mensajería con la moto y después flete con una camioneta. Y me quemé la cabeza de la calle.
Una vez me secuestraron. Paro en un semáforo con la camioneta llena. Aparece un chabón, viste el de Rocky 4, el ruso. Ese así, me chapea y dice “policía, qué llevás”. Empecé a subir el vidrio y ¡pack! me pega una piña. Cuando abro los ojos el chabón estaba manejando la camioneta.  La vaciaron y me la devolvieron por suerte, porque la había comprado seis meses atrás con un crédito  a cuatro años.

¿La banda rock ya la tenias?
Si, siempre tocando a la par.  Siempre soñando  que por ahí vivía de la música. De hecho conocí todo lo de las huertas gracias a la banda. Porque habíamos tocado un par de veces en unas huertas comunitarias. Teníamos unos amigos medios anarquistas, que tomaban terrenos  y hacían huertas y eventos culturales. Ahí me fui interesando hasta que una amiga me recomendo estudiar en la Facultad de agronomía esa carrera y Nadia siempre me agitaba para que estudie también.
Largué el laburo y empecé a laburar en jardinería, haciendo jardines verticales. Había salido de la calle y hacía algo que me gustaba. Pero siempre pensaba, quiero mi lugar, mi huerta  en el campo y dedicarme todo el tiempo.  Cuando nació Frida nos dijimos “tiene que empezar la escuela en el campo”, ese era el objetivo.

¿Cómo fue la decisión pensando en la banda?
—Y fue lo que más me costó. Pero también la banda está establecida, tenemos un circuito donde tocamos, somos todos pibes grandes que sabemos lo que queremos de la música. Entonces dijimos, yo me voy, viajo para tocar, vienen ustedes para acá. Y bueno nos vinimos y pasó eso de la cuarentena y no toca nadie —dice riéndose— . Igual más allá de todo esto, la música para mí es central. Pero acá así como lo conocí a Marcelo, conocí a Facu -Facundo Friscoletti– que es músico, así que también tocamos, tenemos una banda.

¿Ves que esta situación de la pandemia pueda traer una mayor conciencia sobre como producimos lo que comemos?
—Sí, pero no me quiero ilusionar, tampoco se acaba el capitalismo, pero no sé, algo puede cambiar. Hay mucha valorización de la gente de la ciudad por todo esto, las huertas agroecológicas y una producción más artesanal.
Ahora sale Nadia que había estado todo este rato de charla adentro con Frida, evitando lo único que le hizo dudar instalarse en Tapalqué: el frío. Nos ofrece entrar y tomar algo caliente.

¿Te costó adaptarte Nadia?
—No, para nada. Pero hay que mentalizarse, pensá que allá dejamos todo. Teníamos trabajo los dos. En ese cambio perdés cosas pero ganás en otras: tranquilidad, que ella -Frida- se críe en contacto con la tierra, que  pueda estar al aire libre. También nos jugó a favor esto de tener amigos y conocidos. Yo a Tapalqué vengo desde muy chica y siempre era contar los días que nos quedaban para volver. El lazo social es lo que hace fundamentalmente que un lugar te  guste más o menos.

¿Vos también trabajás en la huerta?
—No tanto en la huerta,  los que trabajan son Nico, Marcelo y Cintia. Antes de mudarnos ya estaba trabajando acá en Tapalqué. Viajaba una vez por mes para dar un curso de orientación vocacional grupal. Ahora me incorporé en el área de Atención primaria y además tengo un espacio privado, CAPI. Pero este proyecto queremos que crezca, además de la huerta poner unas mesitas, servir cocina vegetariana casera, música. Que sea una opción de “día de campo”, taller de huerta, caminata, avistaje de aves. La vida —termina diciendo para dejar en claro que no se trata de un proyecto de producción solamente, sino de una elección de vida.
Si bien todo lo orgánico es bien recibido en un sector que podemos decir clase media urbana, cómo ven ustedes la posibilidad de llegar a a otros sectores en Tapalqué.
—Nadia: También nos interesa tener un rol social, además de la concientización de comer sano, nos interesa la cuestión del precio. Que no se cobre cualquier cosa solo porque es orgánico o agroecológico.
Nicolás agrega:
— Porque si bien para una producción agroecológica ponés más el lomo, porque la desyuyada se hace a mano, a su vez no tenés tanto gasto de insumos. Entonces tenemos que tratar que el alimento sano sea para todos, no solo para el que tiene guita.
—Que se produzca acá, sano y en una economía justa— finaliza Nadia.

La tarde cae y mientras los escucho confirmo todo lo que siento al vivir en este pueblo y aprendo que hay mucho más por hacer. Nos despedimos, y tengo la certeza de que no vienen solo del conurbano, vienen del futuro.