CRÓNICA: Las Matos: crónica de un clan

Las Matos: crónica de un clan

El contexto de pandemia nos hizo mirar con nuevos ojos a los trabajadores de la salud. Por momentos los erigimos héroes, por momentos los linchamos por infectos. Lejos quedaron aquellas noches de aplausos de agradecimiento y aliento.  

Siento deseos de indagar puertas adentro de la vocación y encuentro la excusa perfecta: hay seis mujeres, seis enfermeras en el hospital de Tapalqué de apellidos Matos (tres hermanas y tres primas; tías y sobrinas) que adoran su profesión casi por encima de todo; que han tenido que luchar cada día de su vida por lo que aman y lo defienden con el cuerpo. Detrás de sus voces, hechas del rocío de las mañanas, resuenan  mares en pleamar.

Avisame cuando llegues me dice por whatsapp, Natalia Matos, la enfermera que hoy oficiará de guía por el hospital.
Saluda con el codo, me recibe en la entrada de su fortaleza. No en la puerta principal donde esperan para entrar unas siete personas de religiosos tapabocas, sino por el ala de pediatría. Entramos, empieza el recorrido por un laberinto: salas de espera, oficinas, consultorios, habitaciones, un enjambre de pasillos; un muestrario de puertas que al segundo golpe de nudillo empuja para entrar con la sonrisa en el cuerpo.
En el hospital se mezclan lo nuevo y lo viejo, lo moderno y lo clásico, un mobiliario de los últimos cincuenta años sin ningún criterio de combinación más que el funcional.
Natalia se desenvuelve con la serenidad que le da la experiencia de catorce años de trabajo: su hilo de Ariadna. Se mueve por los recovecos de su piadoso palacio, entra y sale del laberinto y me pregunto de qué se alimenta el monstruo que habita allí, ese minotauro de empleados, escalafones, turnos, guardias, pacientes, impacientes, amores y envidias que Natalia domesticó hace años. Y pienso además: nadie se lanza al laberinto sin motivos para recorrerlo, qué la empuja a Natalia me pregunto. Su vocación, arriesgo.
Cuando entramos a pediatría se oye de fondo, infaltable y obvio, el llanto de un bebé.
Enseguida nos encontramos con la segunda Matos; María Laura, con quien estuve la semana pasada.
    —Acá está la “Michu Matos”, este es el clan de las Matos —dice Natalia presentando el tema.

Maria Laura -La Michu
“¡Andate a vivir al hospital , si es tu segunda casa!”

Todavía faltan algunas horas para que se viralicen las fotos de la fuente de la plaza principal luciendo las barbas de hielo que le colgó la helada. María Laura sale agotada del hospital, son las 6 am, ha pasado su tercera  noche. En dos días volverá en el turno de la mañana. El orden de esos turnos los tiene esgrafiados en su memoria y cuando los repasa los deja caer en voz alta como un rezo hueco.
En su casa la esperan, Emanuel, su compañero y sus tres hijas; la más chica ,de un año y medio, se despertará en una hora. Ese día Laura seguirá sin dormir y así me recibe en su casa, parada al lado de la hornalla de la cocina, frotando sus manos y con una especie de sonrisa blanda que le da el triunfo  de haber  dormido a Victoria, y así poder conversar tranquila.
Son las 3 de la tarde en la casa de la última Matos en sumarse a la enfermería.
María Laura tiene 27 años y es prima de Carolina y Natalia, sobrina de Chabela, María y Amanda.
    —Es muy hermosa la profesión. Me encanta ayudar al otro, no sólo ser enfermera, sino en lo humano. En clínica por ejemplo está el paciente, pero también está la familia que necesita ser acompañada —y agrega —Yo no puedo estar mucho quieta, así que siempre me pongo a charlar con los pacientes o familiares que a veces están solos o tristes —lo dice en un tono de voz suave, que queda flotando en el aire como una neblina espesa y que se repetirá genéticamente, con algunas variantes, en todas “Las Matos”.
Fue mamá a los quince y ahí la empezó a pelear. Dejó el colegio y después lo terminó de noche, mientras hacía changuitas con las que podía menos que sobrevivir; y lo sabía.
    —Algo tenía que hacer, tenía la nena, estaba sola y hacía changuitas nomás. Tenía que estudiar algo, no me quedaba otra —dice sintiendo  que  realmente no le quedaba otra.
Se anotó en Azul, pero con su segundo embarazo fue imposible viajar. El destino quiso que ese mismo año se abriera la Tecnicatura de enfermería en Tapalqué en el ISFDyT Nº 91 y eso no sólo le cambio la vida a ella sino a decenas de personas en nuestro pueblo, sobre todo mujeres.
Su mamá cuidaba de las nenas, o algún vecino a veces y cuando nadie podía las llevaba con ella a clase y dibujaban mientras ella soñaba con lo que vendría.
    —Mi primera guardia fue el 17 febrero de 2017 en el pabellón de Geronto Psiquiatría y estaba  chocha porque me encanta ese lugar.
A partir de ahí fue pasando por varios pabellones, todos le gustan y entiende que en cada  lugar aprende cosas nuevas y eso lo valora por sobre todas las cosas.
    —Después de un año quedé embarazada de Victoria. A la noche me cuesta dejarla, es muy de la teta . Después abrieron la salita de amamantar y el papá me la llevaba. Pero nos costó horrores.
No tardará en aparecer Viky caminando, intentando subir un escalón, en busca de su mamá y la teta. Aunque parece que no, seguirá la siesta en brazos y Laura le habla y su voz se vuelve una tierna canción de cuna.—La enfermería es todo para mí —dice y hace un silencio, piensa y agrega riéndose —Emanuel me dice a veces “anda al hospital, si es tu segunda casa”, y sí, es mi tranquilidad  porque además yo no soy de salir a ningún lado, del hospital acá y de acá al hospital. 

***

Ahora que el tapabocas nos obliga a concentrar toda la gestualidad del rostro en los ojos, es un esfuerzo cualquier conversación. Nati con eso no tiene problemas, porque cuando habla lo hace con todo el cuerpo. Se hamaca, gesticula, le apoya la mano en el hombro a su interlocutor, sigue hablando mientras se aleja caminando para atrás, vuelve a decir una última cosa que no se podía decir de lejos y cambia notablemente los tonos: de la carcajada cómplice con los ambulancieros al susurro de pasillo de hospital hecho y derecho. Y además están los ojos.
Natalia  nació hace 35 años en Punta Alta. Allí, haciendo la colimba, su padre conoció a su madre y se instaló como policía en la base militar donde vivieron hasta que Nati cumplió nueve años. Quizá por algunos recuerdos agradables de aquel entonces fue que cuando terminó quinto año, desoyendo a sus padres que hacía nueve años habían mudado la familia a Tapalqué, se volvió para Punta Alta.  Quería entrar a la Marina. “Tenés un perfil de protección, buscá por ese lado, pero no es lo que nosotros necesitamos” le dijeron para decirle que el año que se había pasado llorando porque extrañaba a su madre, porque extrañaba el olor a tierra mojada, el silencio y todo lo demás, había sido de gusto.
Todo parece indicar que en Natalia como en el resto de las Matos la enfermería llegó sin grandes promesas, pero se volvió una verdadera pasión.
Así empezó  todo:
Natalia ve su nombre en una lista pegada en la puerta del hospital. Es el listado de quienes rindieron bien el examen de ingreso al curso de enfermería. “Quedé”, le avisa contenta a su madre. Agachada limpiando los vidrios de la puerta alguien la oye, la mira desde abajo y le dice ”¿Quedaste? yo también, felicitaciones”. Es Gabriela Lozano, en ese momento mucama del hospital, pero que años más tarde se convertirá en su compañera ideal en Atención Primaria.
Cuando Natalia se fue a inscribir en el curso, no tenía ni idea del trabajo de sus tías. De hecho empezó una relación mucho más cercana a partir del trabajo. Con Chabela es con quien más compartió, estuvieron juntas por años; en Vacunación aprendieron a moverse en paralelo, complementándose, la más eléctrica de las Matos con la más parsimoniosa.

 Elizabeth  Matos -Tía Chabela-
Llevate los viejos para tu casa”

 Hermana de María y Amanda, tía de Natalia, María Laura y Carolina.
El primer recuerdo que tiene de su vocación se remonta a su adolescencia. En su trabajo de niñera le prestaban una revista llamada Nocturno. Ahí leía fotonovelas, una especie de historieta con fotografías;  historias de amor que atrapaban a miles de lectores. Pero a Chabela la atrapó un anuncio que decía “Estudie enfermería por correspondencia”. Y allí con la ingenuidad de un recién llegado enviaba sus cartas, pero claro había que pagarlo.Tendrían que pasar muchos años para que volviera a encontrase con la profesión.
Chabela tiene 58 años recién cumplidos, es alta, lleva el cabello recogido en un rodete, anteojos de marcos negros, la piel tersa sin manchas, y los ojos delineados que parecen hablar más fuerte que su propia voz.  La voz es una seda, “un panadero” al viento; y la semilla que empuja en su interior es la de la profesión,  la de la vocación, pero también y sobre todo la de su familia; que es lo que más está presente en la charla.
Es la séptima de doce hermanos, se crió en un rancho de adobe con techo de paja y a veces, cuando lo recuerda, se le hace difícil entender semejante pobreza.
Cuando tenía catorce años su madre le dijo “en Capital necesitan una chica para trabajar, ¿Te animás?” Y ahí fue Chabela a la ciudad con cama adentro, con poco más que lo puesto a vivir con una familia acomodada en uno de las barrios más caros de Capital. Con ellos conoció lugares como el Italpark, el zoológico y varias ciudades con mar incluido. Pero como las vidas prestadas no duran demasiado, sobre todo cuando impiden vivir la propia, se volvió al pueblo con 17 años.
En Tapalqué también consiguió trabajo en una casa de otra familia acomodada hasta que veinte años después volvió  a cruzarse con aquella vieja palabra: “enfermería”. En el Hospital convocaban a un curso.
    —Yo creo que viene de familia, de criar y sostener todo, desde que éramos chicos cuidábamos a nuestros hermanos. Mamamos de ahí, del cuidado. Me parece, no sé —dice sin demasiados ademanes.
Se sentía chiquita entre los cuarenta aspirantes; ella que sólo había llegado a séptimo grado. Pero le fue bien y se quedó trabajando.Eran cuatro horas pero Chabela hambrienta de aprender más se quedaba ocho por el mismo precio -un plan trabajar-. 
Aún recuerda la emoción de prepararse para la mañana siguiente, planchando el ambo con delicadeza oriental o esperando que la llamaran para algún viaje en ambulancia.  Sentía el orgullo de ser parte de algo más grande.
    —Yo decía esto es lo mío. Con cada paciente es tomarle la mano, sufrir con ellos, respetar todas las creencias. Uno pone toda la fuerza para contener a la familia pero después llorás en el baño, tomás agua y volvés. Yo no podía dejar la guardia sin saber cómo estaba cada paciente; algunos me decían “Llevate los viejos para tu casa” —dice entre risas  y agrega  —ahora extraño el hospital porque estoy afuera por el Covid19 —Apoya el puño en el mentón resignada.
En el mes de junio después de años se enfermó de anginas y,  en el contexto de la pandemia, eso bastó para tener que dejar de trabajar por ser personal de riesgo. Extraña con locura el hospital, se levanta todas los días a las seis de la mañana como si tuviera que marcar tarjeta. A veces se queda viendo como su hermana y sobrinas “están en línea”, eso quiere decir que también están levantadas pero trabajando y se vuelve a lamentar por esa angina traidora. 

***

 Natalia sigue guiando mi recorrido por el hospital. Atravesando el patio por un pasillo abierto pero techado, se llega a un edificio añoso: el pabellón de Geronto Psiquiatría. Del otro lado de una puerta de doble hoja inmensa hay un pasillo amplio y a ambos lados se abren las habitaciones. Al fondo, me cuenta Natalia, está el comedor. Todo lo vemos desde afuera, no podemos entrar cumpliendo con el  protocolo de Covid19.
Hace quince años en este mismo lugar estaba parada ella junto a Alexis Montes, su compañero de estudio, en su primer día de prácticas. Se miran, se ven enfundados en los uniformes blancos a estrenar, brillan radiantes estallando los contornos. Son las 6 am.  Natalia luce el pelo negro recogido en un rodete, aros pequeños y las manos libres de anillos como les habían dicho en el curso. Todavía no entran. En un bolsillo aprieta una libreta en la que piensa anotar lo importante. En el otro bolsillo la mano juega, para amedrentar los nervios, con dos lapiceras: una roja y una azul.
Están congelados en la puerta. Cruzando el umbral habita inclemente la realidad, de ese otro lado no se oirán los pájaros que amanecen en los arboles del patio y será imposible encontrar la fragancia cítrica, avainillada de la magnolia en flor plantada a unos metros.
    —¡No, que olor a mierda! yo me voy —dice Nati sofocada, tapándose la cara con la mano.
    —No amiga, por Dios no me abandones, no me dejes —dice desesperado Alexis y del fondo crecen gritos, llantos, alaridos.
    —Bueno callate, entremos a ver que hay —lo corta en seco Natalia.
Ahora el recuerdo de la anécdota es pura carcajada, así son sus anécdotas. Evitan cualquier escollo de dolor, son gags de una comedia donde el ridículo lo protagoniza ella. Como la anécdota del segundo día: tenían que bañar en la cama y sentar en la silla de ruedas a un paciente que la triplicaba en tamaño, una mole rendida.
    —Yo me había prendido del hombre de una forma —dice abriendo los ojos enormes —y en eso entran los profesores, “¿¡Qué hace Matos prendida como un saguaipé del paciente?!— recuerda entre risas.
El recorrido por el hospital sigue, en cada recodo del laberinto alguien la interrumpe y le hace una pregunta, le dice con vos tenía que hablar o te busca tal. Y Nati responde, asiste, conversa, se ríe o habla con seriedad, devora como un Pac-man y sigue. Desde hace unos meses se sumó al equipo de dirección del hospital y siempre está a mano de todo el mundo, explica.
Cuando llegamos al hall principal se respira otro aire: el piso damero blanco y negro, el enorme  tragaluz y las columnas de hierro crean por primera vez una belleza antigua y conmovedora. Más adelante a un lado está la mesa de entrada y del otro lado la dirección. “Antes acá era internación de clínicas y la guardia” me cuenta Nati, que también trabajó ahí. De hecho fue el sitio donde comprendió que aquel particular bautismo de Geronto sería solo una anécdota iniciática, porque ahí su vida empezó a arder en el verdadero incendio de la vocación.
En ese sector pero en 1985, justo el año en que nacía Natalia, su tía  Amanda Matos estuvo durante cuatro meses a prueba -ad honorem- pasando noches eternas, envuelta en las sombras inquietas del pabellón, donde el silencio solo se quebraba con gruñidos de terror que, según le habían dicho, salían de la sala de rayos (radiología). 

Amanda -Tía Titi-

“Lo de enfermería viene de la familia Matos”

Amanda se ríe,  sabe lo que quiere contar. Tiene su teoría del origen de la pasión por la enfermería, valora esos recuerdos, entiende que allí anida su forma de ver la vida.
Después de una breve charla ocasional de inicio, corta en seco diciendo:     —Bueno muchacho, ¿qué pasó? Te cuento como me recibí.
Estamos en el comedor de su casa. Del otro lado de la puerta se escuchan voces, nos han dejado solos y ahí estoy sentado a merced de las anécdotas de Amanda, como a una mesa recién puesta.
Amanda es la mayor, hermana de Chabela y María, tía de Carolina, María Laura y Natalia. Creció en el mismo rancho que Chabela, pero al ser mayor sufrió aún más la miseria terca de aquellos años. No hay romanticismo posible para esa pobreza.
Usa el cabello corto a la altura del mentón, es alta, los brazos largos y las manos grandes adornan con ademanes el relato, o se apoyan pesadas sobre la mesa, o se frotan unas a otras. Se jubiló hace cinco años pero nunca dejó de ser enfermera.
Cuando Amanda se casó la perseguía un fantasma: la miseria. Para evitarla se fue con sus dos hijos y embarazada detrás de la empresa donde trabajaba su marido. Después de varios años y ciudades llego a Florencio Varela, donde vivían su padre y una hermana.
    —Nos fuimos. Pero a mí me faltaba algo, porque yo desde los catorce años trabajaba y no había podido trabajar más porque tenía un chico atrás de otro —dice sin rodeos.
De nuevo el azar o el destino cruza a las Matos con su pasión. Un día llevó  a su hija  al médico y en la sala de espera un cartel pegado en la pared le susurró el conjuro que le cambiaria la vida:  “Empieza curso de enfermería”.
    —¡No sabés! Me anoté en el mismo día. Mi marido no quería saber absolutamente nada. Nunca quiso, jamás. Siempre trabajé en contra del gusto de él —y continúa —yo quería estudiar, me encantaba. Además desde chica decía que quería ser enfermera —dice ahora revelando lo otro que le importa contar: el origen de la vocación.
Y me cuenta de dos de sus tías -Matos-, ambas enfermeras, que venían de visita al pueblo y relataban sus anécdotas de las clínicas o geriátricos. Y que ella le daba inyecciones a las muñecas que le traían de regalo y remata diciendo lo que sospecha busco con mis preguntas:
    —No te quepa ninguna duda que lo de enfermería viene de la familia Matos. Mi abuela materna, se atendía los partos sola ¿Vos podés creer?
Cuando volvió a Tapalqué entró al hospital, trabajó un tiempo y cuando las cosas no le cerraron dio media vuelta y se fue a vivir al campo, pero siguió siendo enfermera.
Ahora me cuenta una anécdota que dice no me puedo perder: una tarde de primavera en el campo, una nube de polvareda estacionó en su puerta, del Ford Falcon bajó un joven desesperado diciendo que su padre estaba descompuesto.
    —El tipo comía chacinado, picante, todo lo que vos quieras, era de esos gauchos que comen de todo. Le había dado un acv; al mes estaba en la casa de nuevo. Un día viene la mujer -una infeliz como yo que tampoco sabía manejar- quería que fuera todos los días a ver al marido, pero no me podía venir a buscar. Así que iba caballo, con mi hijo -yo a caballo andaba como un indio-.  Un día viene el tipo y me dice, “bueno ahora me va a tener que decir cuánto le debo”.
Cuando Amanda se negó a cobrarle el hombre le dijo: elíjase un chancho, uno gordo para carnear  o una chancha que esté preñada.
    —Me elegí una chancha, ocho tuvo, eran míos imaginate — se ríe a carcajadas y cierra la anécdota contándome que los vendió y se compró su primer celular para hablar con su hija Mariangeles que estudiaba en Buenos Aires.
Todavía hoy, jubilada, se escapa a colocar inyecciones; por ejemplo a una amiga que le aplica una inyección por mes.
    —Hoy fui y le dije  ¿Vos sabés cuánto hace que te vengo a dar la inyección? y como 20 años, dice. No,  22,  le digo —se ríe  llenando el ambiente y repite incrédula —22 años. 

***

Atravesamos una sala donde la gente espera su turno con la seriedad de la enfermedad o de la soledad. Parecen estar inmóviles pero repiquetean con los pies, se miran las manos, se muerden alguna uña, miran el celular y sostienen papeles: turnos, ordenes, recetas estudios, análisis. Natalia saluda, señala a una mujer sentada y dice en voz alta, sin detenerse y entre risas:
    —Ella es la antigua vacunadora, seguro te vacunó a vos.
Entramos a conocer hemoterapia y el laboratorio. Dos sectores en los que trabajó.
Me cuenta que en ese momento estaba como de pivote. Laboratorio, vacunas, hemoterapia, cubría todo, la llamaban de acá y de allá. Recuerda con cariño al doctor David del Blanco, dice que fue como un abuelo para ella en el hospital, la llevaba de un sector al otro y ella, una esponja, se alimentaba de cada novedad.
Estetoscopio, decía el doctor y Nati se lo alcanzaba, otoscopio decía y Nati se lo alcanzaba. Caminaba dos metros y Nati también. Una día, Natalia estaba ocupada vacunando y oía al doctor: otoscopio, otoscopio, repetía  señalando el instrumento, casi tocándolo con la punta de los dedos. Natalia se mordió el labio, resopló y dijo: “Pero che! Doctor si lo está tocando porque no lo agarra usted! Parecía que el aire se iba a cortar pero terminaron los dos riendo a carcajadas. “Esta negra hace lo que quiere” replicó David.
Ese tipo de trabajo asistencial de la enfermera ya no se hace, ha cambiado mucho, dice. A ella le costó otro de sus momentos “anécdota del ridículo” para entenderlo: Cuando siguió como una sombra al doctor López, hasta que se dio vuelta y le dijo: “hija voy al baño”. Cuenta la anécdota riéndose desde el principio y es contagiosa, no importa en qué va a terminar, uno se quiere reír con ella. “No lo dejaba ni mear” remata entre nuevas risas.
El recorrido sigue.
    —Permiso, buen día, acá me traje  un acompañante ¿Todo bien ustedes? —pregunta cuando entramos a Maternidad, el único lugar que no le gusta tanto. Pero qué importa si hay dos Matos por falta de una: María y Carolina.
Unas horas antes: María Matos hace su última recorrida en ese lugar y entrega su guardia. Hoy no hará horas extras. Son las 6:00 am., sube a su bicicleta y deja atrás el hospital; a esa hora no se cruza prácticamente con nadie pero ve un auto familiar. “Esa no puede ser mi hermana, qué hace Chabela levantada a esta hora se pregunta sacudiendo la cabeza.
    —¿A dónde vas Chabe?
    —Al  banco, a cobrar —le contesta.
    —¿Qué haces levantada, por qué no te quedas durmiendo?
    —Tengo el horario acá —dice Chabela y se clava el índice en la sien.

María Matos –Tia Tate
“Mami por qué no te llevas la almohada al hospital”

Hermana de Chabela y Amanda, tía de Carolina, María Laura y Natalia.
Cuando me acerco a la casa se asoma por la ventana y me llama con un grito.
    —Tenía miedo de que te pasaras de largo —dice.
El orden en que fui realizando las entrevistas me condiciona la mirada sobre María, se me hace inevitable pensar que es la mezcla exacta entre Chabela y Amanda. Es menor que ambas, tiene 54 años pero en su rostro, en su voz y sus gestos veo el equilibrio entre sus dos hermanas.
Viste jean celestes, una campera deportiva, lleva el pelo recogido en una cola, anteojos de marco negro, la tez cobriza, pómulos bien marcados y una enorme sonrisa, que se esfuerza por negar las ojeras espesas y la sensación de escalofríos y cosquilleos de esquivar el sueño. Anoche entró a las 22:00 pm y salió hoy a las 6:00 am.  Durmió un rato y a las 10 ya estaba arriba de nuevo.
Trabaja desde hace trece años en el hospital y como a sus hermanas, la vocación le nació de grande. Para cuando eso pasó María ya había vivido quince años en Alemania donde se había casado, había vuelto y se había divorciado, tenía una hija adolescente y estaba con sus 35 años instalada en Mar del Plata.
En esos días en que se estaba divorciando andaba en las nubes, flotaba, no sabía que iba a hacer de su vida. Una tarde mientras caminaba sin rumbo buscando en la ciudad una respuesta a esa incógnita de abismo, vio un cartel enorme en un instituto privado “enfermería”. De nuevo una epifanía al estilo “Matos”. Mientras sube un piso por escalera piensa en muchas cosas, pero lo que con seguridad no se le pasó por la cabeza fue que tenía dos hermanas enfermeras. Se inscribió con la extraña alegría del que descubre algo que ya estaba inventado, como encontrar un billete en un bolsillo del invierno pasado.
    —Al principio me preguntaba ¿Esto es lo mío?
Con las prácticas llegó el entusiasmo. Ella se recibió de enfermera, su hija terminó el colegio secundario y repitiendo su historia se fue a Alemania con sus abuelos paternos. La excusa del año sabático se venció y todavía sigue en Europa.
María tampoco se iba a quedar quieta y pensó que era el momento del volver al pueblo, pasar más tiempo con sus padres.
    —No sé si es casualidad que nos guste a todas. Viste cuando te gusta algo con lo que te comprometes —dice tratando de explicar lo que les pasa con la vocación a las Matos, con un ejemplo lo deja más claro todavía:
    —Yo puedo estar un sábado de franco mirando una película y si me llaman del hospital me levanto y voy eh, no me molesta en absoluto. A veces mi nena –Jazmin, la más chica- me dice, mami por qué no te llevás la almohada al hospital y ahí me doy cuenta. 

***

En Tapalqué -mientras estoy escribiendo- aun no hemos tenido casos Covid19 positivos, el hospital parece estar dentro de un funcionamiento normal, pero hay algunos detalles que indican protocolos diferenciales. Dispenser de alcohol en gel en los pasillos, habitaciones aisladas con una cortina de nylon espeso, marcas en el piso que indican “zonas sucias” donde los profesionales deben quitarse los equipos de protección, menor circulación de gente, turnos programados, ingreso controlado y cero visitas.
Todo eso me lo va marcando Natalia mientras me guía. Cuando la interrumpen con alguna pregunta parece poner pausa y una vez que retoma la charla continúa como si nada hubiera pasado -sospecho una habilidad que ha adquirido a lo largo de kilómetros de pasillo de hospital-.
En aquel entonces cuando jugaba cubriendo huecos en varios sectores surgió uno nuevo. El director del hospital la llama para decirle que se tiene que ocupar de Atención Primaria de la Salud.
    —Pero yo no quiero —contestó Natalia que por primera vez parecía tirar el ancla en Vacunación.
    —No te estoy preguntando, te estoy avisando —sentenció el director      —pero te voy a dejar que elijas una compañera para eso.
Natalia no dudó y eligió a Gabriela Lozano para que sea su  co-equiper.
La aventura empezó con una mesa, dos sillas y libros. Pero en seguida tomaron la calle, visitaron casas, patearon barrios, pusieron carpas, dieron charlas, llevaron el promedio de siete “Pap” en tres años a 198 en un año, participaron en un congreso en Jujuy  y hasta soñaron con comprar un fitito para moverse.
Ese fue el momento en que Natalia empezó a vivir más horas en el hospital que en su casa. Volvió a vacunación por la mañana y mantuvo Atención Primaria por la tarde. Cuando renunció hace un año a ese sector y volvió a su casa a las 14:00 hs. abrió la puerta y se encontró con que su hija empezaba el colegio secundario. Dónde estuve, se pregunta ahora incrédula, mientras se acaba de dormir en la teta Sofía, su tercera hija.
Ahora está a punto de terminar la Licenciatura en enfermería, dice que bajó un cambio, aunque igual se le hacen las cuatro de la tarde en el hospital.
    —Lo que pasa es que el hospital te consume, hay muchos problemas, hay que responder, hay días que son una bola de problemas, la gente está cansada del Covid19, además.
La escucho y empiezo a entender de qué se alimenta el monstruo del que hablé antes.
La última Matos en sumarse al hospital fue Carolina y por supuesto ha compartido horas con Natalia, que dice que es a la que más se parece en su forma de trabajar; esa especie de antena permanente que capta las ondas y las traduce en movimientos y soluciones.

Carolina
“Nacimos con la cofia puesta”

En el living de mi casa, Carolina que llegó puntual, me cuenta:
    —El día que me recibí vino una docente y me preguntó en  qué lugar me gustaría trabajar. Y viste cuando le tiras así… al aire “a mí me gusta la neo, con los prematuros”. El primer día me dieron un respirador  y yo no tenía ni idea. Todo lo que había aprendido no me servía para nada. Un chiquito de 600 gramos es una cosita así —hace un cuenco con las manos —Puf, puf, suena el respirador, la bomba, la incubadora, el monitor, salís con la cabeza así —abre las palmas a la altura de las orejas como sosteniendo una cabeza desmesurada y aturdida por aquellas máquinas empeñadas en amarrar la vida.
Carolina es prima de Natalia y María Laura, sobrina de Chabela, María y Amanda. Es delgada y alta. Usa el cabello claro y largo aunque recogido. Viste jeans celestes  y campera negra.  Nos vemos en mi casa porque tiene albañiles en la suya, preparo dos mates y cebamos con el mismo termo aunque en sus manos se lo siente más pesado.  Nos conocíamos, compartimos el colegio secundario, pero no recordaba su voz: un susurro en el que las palabras van hilvanándose  como  aleteos suaves y cambios microscópicos de tono.
Cuando terminó el colegio secundario quería estudiar ingeniería pero terminó yéndose a  vivir a Alemania. Cuando volvió, después de un año, buscaba una carrera corta y con salida laboral. Cayó en radiología, en mar del Plata -en la casa de su tía María-, pero algo empezó a moverse en su interior cuando cursó la materia “enfermería”, y terminó por confirmarse trabajando en la terapia. Veía a las enfermeras y se deslumbraba, “yo quiero eso para mí”, se dijo. Ejerció Radiología durante un año, dejó cuando quedó embarazada y cuando Lara ya tenía cinco años, su compañero del que ya estaba separada, le comentó que en Azul se habría enfermería.
Viajó “a dedo” durante tres años, no faltó nunca, no llegó tarde nunca, y si habían dudado de ella cuando le dieron la vacante en la carrera, después cuando se recibió con el mejor promedio se dieron cuenta que habían hecho lo correcto.
    —También hice recepción de recién nacido. Es algo hermoso, no se explica lo que es eso, hasta que no lo ves no te imaginás, es algo que te llena de vida, de energía.
Hace un año volvió a empezar de cero. Renunció en Azul y se vino a trabajar al Hospital Municipal de Tapalqué. Otro mundo.
Carolina recorre amablemente todos sus años de profesión y subraya que la guían dos palabras que sonaron en su primera clase y aún le resuenan cada mañana al ir a trabajar: empatía y accesibilidad al sistema de salud pública.
    Hay que ponerse en el lugar del otro, tenemos un rol importante en la salud, adentro del hospital. No hay que juzgar,  porque hay una familia, una historia.
Le pregunto cómo vive eso de acompañar en la enfermedad y la respuesta es implacable:
    —Por algo soy enfermera —y sigue —No sé donde me salió, es algo que viene de adentro, no tengo recuerdos de haber dicho cuando sea grande quiero ser como las tías. Si elegí radiología fue por algo, y ese algo era terminar haciendo enfermería.
Carolina como todas “las Matos” ama su profesión, pero también vivió momentos duros, atascaderos de los que no salió ilesa. Conoce el nombre de las  angustias y dolores que le hicieron dudar de su profesión. Ahora se le cierra la garganta y no puede contener las lágrimas cuando trae esas emociones a la memoria, porque como ácido siguen quemando, y  a veces, solo a veces, nos fortalecen y reafirman en lo que somos.—Es lo que elegí, estoy orgullosa, es lo que me gusta, lo que quiero para mi vida y de lo que me quiero jubilar. Las Matos nacimos con la cofia puesta, vamos contentas a trabajar, nos gusta lo que hacemos; más sabiendo que te das vuelta y tenés una Matos atrás que te cubre, y eso es buenísimo. 

***

¿Qué hay detrás de cada vocación? ¿Qué nos mantiene irrevocables en nuestras pasiones? ¿Cuándo encontramos eso que decimos ser? Las preguntas siguen, no sé si obtuve respuestas, me digo mientras cierro la puerta del hospital y salgo al mediodía del pueblo. Pero sí comprendí un poco más de que se trata ser mujer, ser cuidadora, ser apasionada, ser luchadora, ser madre, ser enfermera y ser una Matos.